19/6/12

Nino, el que murió de frío 
Por Claudia Rafael

(APe).- Apenas fue un atisbo de vana voluntad. El último. El definitivo. “Intentó levantarse y cayó al costado de la cama. Ahí quedó”. Esos últimos instantes del Nino son la fotografía pérfida del sistema. Olvidado, derrapó mil veces hasta que ya nunca se pudo poner en pie. Jorge sabe de esas historias. El es veterano de luchas setentistas. Aquellas que en tiempos oscuros lo vieron refugiado y anónimo entre las casuchas de Villa Tranquila, en Avellaneda y que hoy lo saben de regreso en su Mar del Plata natal. Fue Jorge quien bregó hasta lograr que al Nino se le quitara finalmente el mote de NN y se lo pudiera sepultar como Hernán Vergara, chileno, de más de 60. “Buen soldador”, cuenta Jorge a Ape. “Y alguna vez fue encargado de una metalúrgica pero ¿viste cómo es el sistema? Lo dejó afuera. Y todos se olvidaron de que era un ser humano”.

La casilla de Nino estaba anclada en el asentamiento detrás del estadio mundialista de “la Feliz”. Extrañas contradicciones. Ni el Nino ni las decenas de familias que bordean las vías con sus casillas temblorosas supieron siquiera el significado de la felicidad. “Están hechas con maderas viejas de otras casillas, recortes de chapa que van rescatando del cirujeo, cartones rotos. Tienen una sola habitación de unos tres metros por tres. Están muy agrietadas. Y ahí nomás tienen una calle que los divide de un asentamiento menos precario que arrancó allá por los años 60 con gente que trabajaba en las quintas”, pincela Jorge. “Imagináte cómo será que acá, en la Mar del Plata de las vacaciones y el verano para todos había 14 villas en los 70. Ahora...quién sabe cuántas habrá”.

Las gentes como el Nino van al predio a rescatar piezas arqueológicas del sistema. Algún trozo de comida. Cartón. Viejos electrodomésticos. Lo que sea. “Algunos están cooperativizados. Otros van solos, por su cuenta. Ahí donde vivía Nino era lo último de lo último. Los chicos viven muy mal. Supo haber ahí nomás un emprendimiento avícola que dejó los piletones. Y con las lluvias...ahí han muerto chiquitos en estos años”.

El predio es terreno conocido por todos en el lugar. Aunque más no sea por la prepotencia del humo que, cuando se hacen fogatas en el basural, invade escuelas, casas y calles. Está “a unos cuatro o cinco kilómetros de acá. Antes el predio estaba por acá atrás –dice Jorge-. Eso era por el 70 ó 74. Todas las napas se contaminaron. Después lo pusieron como a 20 cuadras y ahora a cuatro o cinco kilómetros”.

Cuando el Nino dejó de hacer ver su cuerpo cansado por las vías, en la zona de Gutenberg y Labardén, los vecinos lo llamaron. Lo fueron a buscar. Y se encontraron con su geografía ya sin respiro. Los bajocero pertinaces tan ajenos al modelo de Mar del Plata/verano/risas/Bristol le tumbaron toda esperanza. “Cuando vieron el cuerpo llamaron a la policía. Que entró. Dejó el patrullero en la puerta. Se quedó ahí todo el viernes. Y desde la Morgue recién llegaron a las 14 del sábado para llevarlo. Era terrible. Estuvo ahí desde el jueves hasta el sábado. Espantábamos a los perros. Era desesperante. El médico escribió el certificado y puso parocardiorrespiratorio-hipotermia. Y en los datos personales de Nino escribió NN. Tuve que ir al Registro Civil a conseguir algún papel. No se encontró ninguna identificación suya. Recién hoy (por el lunes) lo logramos. Pero a nadie le importa ¿sabés? La morgue está llena de cuerpos así. Olvidados”.

De encargado de una metalúrgica y soldador a NN habitante de asentamiento muerto de frío en su casilla de olvidos y abandonos. Icono de esta patria vejadora de quimeras y de mañanas. Que cercó los límites de la dignidad y vetó el ingreso a la tierra de los derechos y el bienestar a los caídos a los acantilados del desempleo. Nino –como cientos, como miles, como decenas de miles, como millones- vio descerrajarse las puertas de la vida estructurada por el trabajo para caer más y más allá. Para perder las certezas. Para olvidar los destinos. Para dejar de saber cuáles son las certidumbres de una vida constituida por la sirena de la fábrica, por el salario quincena a quincena o mes a mes.

Derrapó cientos de veces hasta transformarse en un número vano. NN como las víctimas de la Alemania nazi. NN como los cuerpos de los desaparecidos del Estado terrorista de los 70. NN como un soldado desconocido de un ejército creciente y fantasmal.

Su historia chiquita, sin grandes titulares, que no sacude las telarañas de un sistema que acorraló hace demasiado tiempo la ternura y el abrazo es la historia de los anónimos que vieron victimizados sus días. Pero esa historia chiquita sin grandes titulares es también la pintura oscura y desmadrada de la transformación. De aquel viejo país que atrajo al Nino, chileno y soldador, a la meca de las promesas, a este otro que es capaz de olvidarse de que dentro de una casilla, ahí nomás del estado mundialista y pegadita a las vías marplatenses había un hombre. Que trabaja en el fango, que no conoce la paz, que lucha por la mitad de un panecillo, como escribía Primo Levi. Pero el sistema (también en palabras de Primo Levi los que vivís seguros en vuestras casas caldeadas, los que os encontráis, al volver por la tarde, la comida caliente y los rostros amigos) conduce cínicamente a preguntarse una y otra vez si esto es un hombre.

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