Entre notas y versos
Siempre ha sido un sordo para la música, y lo reconoce. No tiene porque mentir, no sabe distinguir entre los acordes de una guitarra y de una gaita. Pero no envidió nunca a los que sí saben la diferencia entre una síncopa y un sostenido. Los músicos más bien le parecen unos pavotes que no hacen casi nada bien salvo soplar un caño, golpear unos bronces, apisonar con cierto tino unas teclas o rascar durante horas las seis cuerdas de una Fenders. Es más, hasta le producen algún escozor aquellos que saben, con solo escuchar tres notas, si la melodía es de Santana o del Negro Moreno.
Alguna vez uno de estos virtuosos se rió de él porque no supo decirle que la composición que estaba tocando con su guitarra era de una canción del Riky Tabares. ¡Como si el escritor no tuviese nada mejor que hacer que saber identificar con solo escuchar las melodías, las canciones de cualquiera que cante por ahí...!
Lo dicho, siempre ha sido de madera para los sonidos musicales a pesar que estuvo unido un par de años a una mujer que tocaba el violonchelo en la sinfónica del pueblo. O sea que ser neófito en la música, en algunos casos, no quiere decir nada. Ya ven.
Sobre eso quiero decir que a ella no le gustaba mucho meterse en el mar lleno de poesías, novelas y cuentos en los que el poeta navegaba y a él le costaba mucho oír subterfugios musicales cuando estaba educado mejor para leer. De igual manera creo que eso fue esencial para que se enredaran en amores como lo fue para que al fin se separen. Eso sí, lo que hubo en el medio fue bastante bueno. Tan buena como puede ser una relación entre un escritor silencioso y una musicóloga estridente. Y si digo que sus respectivos talentos los unió y luego los separó porque así fue. Ya verán.
Se conocieron un viernes de frío agosto cuando fueron presentados por unos amigos roqueros en común con los que el Escritor solía juntarse un par de horas a componer canciones de protesta. Ella llegó a ese rejunte con ánimo de incluir en él su instrumento. O de aprender a usar uno nuevo. Allí se interesó por la forma en que el bardo componía y por saber cómo se inspiraba y, sobre todo, cómo manejaba la pluma. Se enganchó en unas clases literarias que aquel estaba dictando. Luego se le ocurrió que dichas clases fuesen personalizadas y a domicilio. Pagaba bien, vivía sola y leía con idéntica afición el libro "Entre Piedras" y a Bartok. Y acabaron enredados.
Lo cierto es que su relación inmediatamente se basó en el sexo. Propiamente los sonidos que más tenían en común eran los que hacían mientras estaban revueltos en el catre. Tengo que indicar que provechoso fue que se conocieran siendo ambos muy jóvenes y sin experiencia. Eso los llevó a probar todos los sonidos de esa ciencia nunca bien explicada de la sexualidad. Traía ella como único conocimiento del sexo lo que le había dejado una noche de humo, manoseos hambrientos, besos con gusto a cerveza y dedos intrusos, y vivía ansiosamente la existencia agridulce de un apetito no satisfecho. Eso era bueno porque el escritor estaba casi igual en esas cuestiones. Sus certezas llegaban hasta el momento en que cae la última ropa. Sabía de besos y de caricias profundas, sabía de besos de mujer allá donde lo llevan a uno hasta el cielo, sabía de senos amplios y laxos, pero no sabía que había más allá del descubrimiento de toda una piel fresca, firme y rosada. No sabía que había más allá del desnudo total y del recorrido total. No sabía que pasaría en toda una noche para aprender a recorrer y conocer. Ella tampoco sabía, eso los unió. Y fue bueno aunque no fue para siempre.
La mujer era virtuosa en la ejecución de varios instrumentos musicales pero era mujer y como tal exigía casamiento y niños. El hombre era un silencioso y concienzudo elaborador de intrincados textos divertidos y filosóficos. Y como tal sabía que lo que ella pedía era para él compromiso y mucho ruido. No podrían combinarse en este caso una buena melodía con una mejor canción.
Bastante tiempo después de separados se supo que ella había aprendido a componer canciones dulces y melodiosas gracias a que conoció a uno de esos músicos que arreglan canciones comerciales, hace el amor una vez por semana y a toda hora toca su guitarra. Y del poeta sabemos varias cosas: lo que vamos a narrar en este libro y que anda todavía por ahí atrapado en lánguidos amores y aburridos palabreríos.
Siempre ha sido un sordo para la música, y lo reconoce. No tiene porque mentir, no sabe distinguir entre los acordes de una guitarra y de una gaita. Pero no envidió nunca a los que sí saben la diferencia entre una síncopa y un sostenido. Los músicos más bien le parecen unos pavotes que no hacen casi nada bien salvo soplar un caño, golpear unos bronces, apisonar con cierto tino unas teclas o rascar durante horas las seis cuerdas de una Fenders. Es más, hasta le producen algún escozor aquellos que saben, con solo escuchar tres notas, si la melodía es de Santana o del Negro Moreno.
Alguna vez uno de estos virtuosos se rió de él porque no supo decirle que la composición que estaba tocando con su guitarra era de una canción del Riky Tabares. ¡Como si el escritor no tuviese nada mejor que hacer que saber identificar con solo escuchar las melodías, las canciones de cualquiera que cante por ahí...!
Lo dicho, siempre ha sido de madera para los sonidos musicales a pesar que estuvo unido un par de años a una mujer que tocaba el violonchelo en la sinfónica del pueblo. O sea que ser neófito en la música, en algunos casos, no quiere decir nada. Ya ven.
Sobre eso quiero decir que a ella no le gustaba mucho meterse en el mar lleno de poesías, novelas y cuentos en los que el poeta navegaba y a él le costaba mucho oír subterfugios musicales cuando estaba educado mejor para leer. De igual manera creo que eso fue esencial para que se enredaran en amores como lo fue para que al fin se separen. Eso sí, lo que hubo en el medio fue bastante bueno. Tan buena como puede ser una relación entre un escritor silencioso y una musicóloga estridente. Y si digo que sus respectivos talentos los unió y luego los separó porque así fue. Ya verán.
Se conocieron un viernes de frío agosto cuando fueron presentados por unos amigos roqueros en común con los que el Escritor solía juntarse un par de horas a componer canciones de protesta. Ella llegó a ese rejunte con ánimo de incluir en él su instrumento. O de aprender a usar uno nuevo. Allí se interesó por la forma en que el bardo componía y por saber cómo se inspiraba y, sobre todo, cómo manejaba la pluma. Se enganchó en unas clases literarias que aquel estaba dictando. Luego se le ocurrió que dichas clases fuesen personalizadas y a domicilio. Pagaba bien, vivía sola y leía con idéntica afición el libro "Entre Piedras" y a Bartok. Y acabaron enredados.
Lo cierto es que su relación inmediatamente se basó en el sexo. Propiamente los sonidos que más tenían en común eran los que hacían mientras estaban revueltos en el catre. Tengo que indicar que provechoso fue que se conocieran siendo ambos muy jóvenes y sin experiencia. Eso los llevó a probar todos los sonidos de esa ciencia nunca bien explicada de la sexualidad. Traía ella como único conocimiento del sexo lo que le había dejado una noche de humo, manoseos hambrientos, besos con gusto a cerveza y dedos intrusos, y vivía ansiosamente la existencia agridulce de un apetito no satisfecho. Eso era bueno porque el escritor estaba casi igual en esas cuestiones. Sus certezas llegaban hasta el momento en que cae la última ropa. Sabía de besos y de caricias profundas, sabía de besos de mujer allá donde lo llevan a uno hasta el cielo, sabía de senos amplios y laxos, pero no sabía que había más allá del descubrimiento de toda una piel fresca, firme y rosada. No sabía que había más allá del desnudo total y del recorrido total. No sabía que pasaría en toda una noche para aprender a recorrer y conocer. Ella tampoco sabía, eso los unió. Y fue bueno aunque no fue para siempre.
La mujer era virtuosa en la ejecución de varios instrumentos musicales pero era mujer y como tal exigía casamiento y niños. El hombre era un silencioso y concienzudo elaborador de intrincados textos divertidos y filosóficos. Y como tal sabía que lo que ella pedía era para él compromiso y mucho ruido. No podrían combinarse en este caso una buena melodía con una mejor canción.
Bastante tiempo después de separados se supo que ella había aprendido a componer canciones dulces y melodiosas gracias a que conoció a uno de esos músicos que arreglan canciones comerciales, hace el amor una vez por semana y a toda hora toca su guitarra. Y del poeta sabemos varias cosas: lo que vamos a narrar en este libro y que anda todavía por ahí atrapado en lánguidos amores y aburridos palabreríos.
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