Cuando pretendía ser escritor solía irme a dormir cada noche esperando encontrar en mis sueños algo que me insinuara el comienzo de una obra maestra. En cambio, hallaba cada amanecer una joven rosa gris, fresca aunque de poco aroma, sobre las improductivas hojas de mi cuaderno. Así era todos los días, una flor igual y el mismo acto: yo casi ignorando al renuevo y dispuesto a caminar el día en un fangoso río de pobre filosofía.
Nunca me detuve a pensar en el mensaje de la rosa gris. Poco me otorgaba. Y ciego por la inexistente inspiración, solía despotricar enrabiado contra las musas que, de haber iluminado siempre a tantos genios ahora me negaban una gota de lucidez.
Entonces sucedió aquello. No puedo asegurar que fuese un sueño, aunque prefiero decir que sí lo fue. Esto pasó: un suave murmullo de risitas ahogadas me despertó, rodeaban el sillón de escritorio donde me había dormido; eran un grupo de muchachas con vestidos resplandecientes. Inmediatamente comprendí que no eran mujeres comunes, eso me intimidó y no pude decir palabra alguna. Largísimo fue el momento en que observé y me sentí observado por esas extrañas visitantes, hasta que una de ellas se acercó y me dijo:
- Yo soy Calíope y estas son mis hermanas, somos las Musas, diosas protectoras del arte y de las ciencias. Hemos venido para aclararte el misterio de aquella rosa gris en cada una de tus mañanas.
- Bienvenidas. Alcancé a decir.
- Según sabes, continuó diciendo la diosa en un perfecto castellano, nosotras sugerimos y guiamos a las personas que dedican su vida a las tramas artísticas y científicas. Estaría de más hablarte de mis hermanas, sé que tú conoces las virtudes que compartimos con Apolo.
- Sí, creo, dije yo a media voz y mirándolas algo turbado, pero aquí estoy rodeado de diez musas y ustedes son nueve...
- Justamente, se apuró en decir la elocuente diosa, quien desconoces es quien te ha estado obsequiando una rosa gris, cada uno de tus despertares.
- ¿Quién es ella?, repliqué intrigado.
- Te contaré su historia, dijo mientras hacía un gesto llamando a una de las diosas que se hallaba más apartada y cuyos vestidos menos brillaban. Ella es la décima musa. Su nombre es Tibet. Es la que protege a las personas grises, a las que lejos están de ser consumados artistas o prolíficos eruditos. A los miles que transitan el camino con un esfuerzo poco reconocido... es la que acompaña a los poco venturosos.
- ¿Eso quiere decir que no escribiré obra maestra alguna?, pregunté fastidiado y mirando hacia cualquier parte.
- Quizás sí la escribas, intervino gentil la Décima Musa, pero no esperes por lo que podamos inspirarte, continúa trabajando de sombrío prosista, cada vez con más fuerza. Solo así llegarás a brillar. Mientras, yo velaré por ti desde el Parnaso y cuando hayas trabajado lo suficiente, recomendaré a mis hermanas bendecirte con alguno de sus poderosos colores.
- No supe qué decir mientras veía a Calíope y a las demás musas marcharse, hasta que sólo quedé frente a Tibet, que me dijo:
-Escucha, quiero pedirte algo: Ya que nadie habla de mí, ya que nadie sabe de mi obra protegiendo a los que, en silencio y obstinados, mueven al mundo… ya que me limitaron a ser la olvidada diosa de los relegados, quiero pedirte que cuentes lo que pasó aquí hoy…. Quizás no logres de ésta experiencia tu obra maestra, pero a partir de ese favor te regalaré, de tanto en tanto, rosas no tan grises.
Eso me dijo, y desapareció...
1 comentario:
jajajajaja!
Me encantó...
¿Así que la de las flores era Tibet?
Muy buen texto, Javier!!!!
Y sí....las musas, no son...es el trabajo...
besitos!
Publicar un comentario